3 de enero de 2009

Otro cuento navideño

    Vuelvo a casa tras unas vacaciones en esa otra casa que siempre será también mi casa. Y ahora de vuelta, y con conexión a internet, me gustaría alzar mi voz contra el genocidio palestino, contra el asesinato del inmigrante que intentaba cruzar la valla de Melilla por parte de la policía marroquí y contra mil injusticias asquerosas más que me iban llegando a mi rincón familiar. Pero no sé si serán las mil horas de viaje en autobús que me han traído de nuevo a Asturias, o que todo me sobrepasa más de lo que me atrevería a admitir, pero  el caso es que para empezar el año, os regalo un cuento navideño que escribí hace algunas semanas. Más naif, más aparentemente intrascendente, más suprimible que la mayoría de los posts que los amigos redactan hoy para decir que Basta ya de impunidad, de racismo, de genocidios, de enajenación, de barbarie, de muerte. 

       Pero como hay que pensar globalmente y actuar localmente, como todo lo pequeño tiene una fuerza atroz, como para cambiar el mundo tenemos que cambiar nuestro mundo, empiezo el año de Bestiarios con un cuento que sé, podría estar dándose en muchos de nuestros apacibles hogares, en muchas de nuestras idílicas vidas. Y son estas esperpénticas situaciones las que nos están dejando un poco tarados.

        
Otro cuento navideño

Había decidido, sin dedicarle demasiada atención a una decisión aparentemente tan concienzuda, que este año volvería a creer en la Navidad. Los niños, que ya no eran tan niños, habían decretado unilateralmente que las navidades eran una chorrada y este movimiento de posiciones le había cogido totalmente desprevenido. De repente, las estúpidas obligaciones que le acarreaban malestar con su mujer y solidaridad con sus amigos, eran una oportunidad para servirse útil, un papel asignado a priori que delimitaba muy bien su rol y que, por tanto, le otorgaba sentido a su paternidad. Pero los niños ya no creían en nada de esto y la mujer había decidido que lo mejor era regalarles un dinerito para que abriesen su primera cuenta bancaria, y aprendiesen así las ventajas de ahorrar para cuando realmente deseasen algo porque, después de hacer grandes esfuerzos, sólo habían logrado imaginar que deseaban una cazadora surfera, el niño, y unas zapatillas muy caras, la niña.

Así que cuando su mujer le dijo que estas navidades les darían los regalos en Nochebuena para que pudiesen "aprovecharlos", veáse lucirlos, durante las vacaciones, y que ya los tenía comprados -había ido con los niños y ellos mismos los habían elegidos-, el padre de familia se sintió absolutamente inútil, prescindible. Recordó con melancolía las primeras navidades como padre en las que ya en noviembre sabía perfectamente que encontraría la moto más bonita para su niño y la bicicleta con la cesta más bonita para su niña. Recordó cómo buscaba las mejores posiciones en las cabalgatas de los Reyes Magos para coger el mayor número de caramelos, cómo después escondía los juguetes en los altos de los armarios con un adorable y olvidado placer por el juego, y cómo después le costaba conciliar el sueño por ese olvidado gusanillo en el estómago. Y de repente le asaltó y dominó un poderoso aburrimiento y, minutos más tarde, una profunda tristeza. Pero, -y ahora se preguntaba por qué-, todos estos placeres se habían ido convirtiendo en un peñazo con los años, hasta convertirse en una obligación molesta, en un requisito impuesto por la sociedad que él cumplía sin ningún entusiasmo.

De repente, perdió todo interés por ir esa tarde a ver el fútbol con los amigos. Se abandonó en su sillón y empezó a observar la actividad de su casa desde una posición de extraño, de observador neutral. La "niña" organizaba sus vacaciones por teléfono con sus amigos y su mujer le daba permiso a su hijo para llegar esa noche más tarde. Se sintió un completo desconocido en ese ambiente. Y le sorprendió cómo, sin embargo, su mujer jugaba un papel protagonista en toda aquella dinámica. Su hija ahora le contaba que su mejor amiga tenía restringidas las salidas durante las fiestas por sus notas. Y la madre aprovechaba el caso para ejemplarizar los beneficios de haber estudiado durante el primer trimestre. 

¿En qué momento había quedado él desplazado de su hogar? ¿Por qué no venían a él a contarle todas esas cosas o a pedirle permiso para lo que fuese? ¿Por qué ya no les hacía ilusión los Reyes? El hombre se levanta del sofá sin saber muy bien a dónde se dirige. Anda como perdido, a pasos lentos con largas pausas. Pasa entre sus hijos y su mujer varias veces pero parece que nadie repara en su presencia y, mucho peor, en su estado.

Piensa en reorganizar ese desaguisado, en alzar la voz y preguntar si es que no existe para ellos, en echarles en cara su falta de agradecimiento. Pero no se siente con fuerzas. Y lo peor: no sabe por qué, pero tampoco se siente con derecho. Sigue andando -él más bien se siente levitar como una presencia paranormal entre su familia-. Se plantea hablar sosegadamente con ellos, explicarles que no puede ser, que estas fiestas son para estar con los seres queridos, para revivir la magia perdida. Pero inmediatamente se siente ridículo, se avergüenza de haberse planteado decirles estas cosas a sus hijos. Se reirían y le preguntarían si está enfermo, que dónde está su padre y que quién es ese señor que les cuenta esas milongas. 

En uno de estos paseos extravíados, se encuentra con su esposa agarrándole del brazo y preguntándole si le pasa algo. Él la mira, y de no sabe dónde, le surge un sentimiento de admiración hacia esa mujer que lleva tantos años estructurando, albergando, cuidando a sus hijos y a él mismo. Siente unas terribles ganas de llorar pero se dice que no, que no puede ser tan egoísta como para armar ahora la marimorena. Y le dice a su mujer que se va a ver el fútbol. Le da un beso en la mejilla cuidadoso, lento -y extraño para ella-. Se despide de la misma manera de sus hijos que le miran con sorpresa, pero también extrañamente conmovidos, lo que instintivamente les despierta una alarma de preocupación.

El padre de familia sale por la puerta. Ha olvidado el paraguas, pero no le importa. Empieza a andar y se descubre en la zona comercial de su ciudad. Entra en una tienda en la que normalmente no vería nada más allá que una masa de cosas inservibles. Pero hoy no. Hoy a primer golpe de vista ha visto un precioso abrigo que será aún más precioso cuando se lo ponga su hija. Sale de la tienda recordando cuando cogió por primera vez a su niña en brazos. Como le sobresaltó un pavor paralizante, cómo de repente sintió todo el peso del mundo sobre sus espaldas. Y cómo, inmediatamente, la felicidad con mayúsculas le embriagó al darse cuenta de que tenía en su regazo la mejor misión que se le había asignado, que esas manitas eran capaces de abrigar el mundo y regalárselo en bandeja, que era la primera vez que la vida depositaba en él la mayor de las confianzas y que él no sabía cómo darle las gracias. Y cómo miró entonces a su mujer y descubrió que ella era la vida misma, la que le hacía vivir ahora en su máxima potencia y a la que le debía sentirse el hombre más afortunado del mundo. 

Iba pensando en todo esto cuando de repente vio en un escaparate la cámara de foto que, ahora, sin lugar a dudas veía en las manos de su hijo. Entró a la tienda seguro de que éste era el regalo perfecto. Imagino la cara de su hijo, ese adolescente siempre malhumorado que hoy descubría como un muchacho perdido, desorientado pero con todas las potencialidades al alcance de sus manos. Y recordó cómo, cuando su cabecita apenas alcanzaba sus rodillas, paseaban de la mano por "El Muro" y le alzaba su mirada como si mirase al Empire State buscando su aprobación, buscando su sonrisa cuando le señalaba los aguerridos surferos que se atrevían a desafiar las olas. Ahora podría fotografiar a esos surferos con la maravillosa cámara de fotos que le acababa de comprar.

Cuando esa noche llegó a casa, los niños ya habían salido con sus amigos. Se los imagino medio borrachines, se imaginó a su hija coqueteando con algún muchacho y a su niño haciéndose el más gallito con sus compañeros de banda. Pero esta vez no sintió miedo. Parecía que hoy la melancolía lo embullía todo. Recordó cuando él mismo buscaba su sitio, su identidad jugando algún papel absurdo con sus amigos ahora desperdigados, perdidos. Recordó cuando vió por primera vez a su mujer y, siendo una niña, la miró con ojos de hombre y la descubrió hecha mujer. Y entonces decidió que no, que no esperaría al día de Reyes. Con una delicadeza desconocida, y ahora deliciosa, llevaba en sus manos temblorosas de emoción los regalos que, por primera vez, había pedido expresamente que envolviesen con un gran lazo. Entró en las habitaciones de sus hijos, mundos personalizados en los que deseaba adentrarse y conocer, aunque bien sabía que eso nunca sería posible. Entró y colocó con cuidado los regalos en las almohadas. Echó un último vistazo a los posters, las fotografías y los juguetes de un tiempo no tan lejano. Se metió en la cama y abrazo a su mujer con caricias renovadas, olvidadas. Y, suavemente, mientras se sumergían en la hondonada de su amor, le susurró al oído "Feliz Navidad". 

¿Y qué pasaría si hubiese una posdata?

P.D: Cuando la niña llegó a casa y encontró el abrigo, pensó que era un regalo de su madrina, que siempre se adelantaba para que pudiera aprovecharlo durante las fiestas. Estuvo a punto de meter la pata cuando su padre le preguntó si le había gustado. Pero el súbito interés mostrado por el padre le hizo intuir que algo había cambiado y no sabía por qué, pero ese abrigo ahora empezaba a gustarle. Cuando el "niño" se despertó y descubrió en una esquina de su cama la cámara se preguntó quién se la podría haber regalado si él ya tenía una mucho más útil, la que traía el móvil. Pero su hermana le contó las novedades antes de que su padre entrase en la habitación para decirle que había comprado churros y que su madre había preparado chocolate. Y su hijo plasmó el instante con la primera de las muchas fotografías que haría aquella navidad.


    

1 comentario:

Anónimo dijo...

Que tierno, y que real al mismo tiempo...

Yo no sé si conseguiremos parar las atrocidades del mundo... pero al menos, te puedo asegurar que me has sacado una sonrisa en el alma... tal vez haya una esperanza para todos nosotros... tal vez...

Te deseo Paz y Amor para el 2009... tal vez, si todos lo deseamos se hagan realidad

besos tokiotas

Nico