2 de agosto de 2008

El triste fantasma

En muchas ocasiones he vislumbrado un fantasma que nos ronda, nos espía y nos agasaja. Creo que tiene algún pacto con la insolencia propia de la juventud, tan intrínseca a nuestra edad, y tan traicionera. Aún no he descubierto el nombre exacto de este fantasma, pero cuando más me tienta adquiere formas de un descreímiento altanero, de un pasotismo legitimado por la experencia propia y de la HISTORIA -escrita por no sé quién-, de un nihilismo avasallador, de
un interlocutor que acaba con cualquier conversación porque "no lleva a nada". Este fantasma

lo cubre todo de empatía y desesperanza.

Evidentemente, hay ciertos terrenos en los que tiene más capacidad de maniobra. Cuánto más ambiciosos sean nuestros propósitos, más jugosos somos para el espectro. Y, sobre todo, cuando nuestros objetivos tienen algo que ver con la lucha por la justicia y la dignidad, entonces, ahí no nos da tregua.

Cada uno busca sus armaduras para proteger ese "fin que justifica los medios", porque para cada uno de nosotros el fin siempre es la mejor opción posible. En mi caso, mi protección es la asunción de que las etapas históricas no se ajustan al ritmo de mi sociedad, ni al de los medios de comunicación, ni al de mi propia existencia. Frente a uno de los peores sentimientos, el de la impotencia, yo vuelvo a la humildad y la consciencia de mi irrisoria existencia. Hace pocos días, un amigo me contaba como su hija sufre ahora las mismas decepciones y crisis de vocación que el sufrió a su edad. Se preguntaba para qué coño servía su trabajo si todo seguía siendo igual que cuando su padre recorría aquellas empobrecidas tierras también como periodista. Y él me decía que lo peor había sido darse cuenta de su limitada capacidad de cambio, asumirlo y seguir aún así en el tajo. Y añadió, "si el mundo fuese ahora como yo lo quería entonces sería un horror". Nos reímos mucho.

Por mucho que se diga, soy consciente de que el mundo, en términos históricos, nunca estuvo mejor que ahora. No me quiero imaginar mi vida durante la Edad Media, y ni siquiera durante el franquismo. Y en el resto del mundo, siempre hubo guerras, injusticia y dolor. Sólo que ahora la capacidad de destrucción es mayor. Pero también hay más vigilantes, más voces disidentes y, en un porcentaje bajo, sus gritos sirven para algo. Yo tengo claro del lado que quiero estar, y con eso me basta. Me lo descubrió Carmina Bascarán, directora del Centro de Defensa de los Derechos Humanos de Açailandia, Brasil, cuando le hacía una entrevista que, pronto, seguro, verá la luz. "Lo hago porque si no me duele el estómago. Porque no puede ser que en un país como Brasil, se me hayan muerto dos niños de hambre, aquí, en mi pecho. Y sabiendo que eso ocurre yo no entiendo como no hay más gente que no lo haga".

Pues bien, cuando visitas estos lugares y sabes, porque lo sabes, que lo que estás grabando o fotografiando ya fue retratado y contado con anterioridad y que nada ha cambiado, te asaltan cientos de dudas. Pero sobre todo una, ¿para qué y por qué lo hago entonces?

Mi respuesta es clara. Hay que intentarlo, una y otra vez. Hasta que quedarnos sin saliva. Yo no encuentro una mejor opción a la que dedicar mi vida. Pero cuando el desánimo te inunda demasiadas entrañas, el fantasma vuelve a ti y te tienta.

Pues bien, cuando eso ocurre y estás en la comodidad del hogar, de nuestro alto nivel de vida, de repente llega a tus manos un libro que te recuerda todo esto y se dibuja como uno de esos útiles antídotos para mandar a ese fantasmilla sobradete a donde picó el pollo.

Éste es el caso del libro 68, de Paco Ignacio Taibo II.


Taibo II, escritor y director de la Semana Negra de Gijón, entre otras muchas cosas, fue también uno de los líderes estudiantes del 68 en México.

El libro nos lleva, a través de la narración en primera persona, a vivir esta toma de la vida civil por parte de los estudiantes como si estuvieramos allí, en las manifestaciones que tomaban las calles con medio millón de personas mientras los vecinos les tiraban plásticos para protegerse del sol, en los comedores improvisados con lo que les regalaban los mercaderes, durmiendo en cualquier sitio sin dormir... Pero, sobre todo, nos permite conocer la magia que parió este "alzamiento". El por qué, aunque como bien dice, hubo momentos en los que el movimiento era mucho más de lo que ellos sabían, de lo que nadie sabía.

Y lo que les dejó en la sangre para el resto de las vidas: "Había algunas virtudes mezcladas en el cóctel, una idea de que la política es moral, que tardaría algunos años en acabar por desarrollarse, una sana sensación de que no éramos inmortales".

Y, el final sin feliz, como él lo titula. La represión descarnada que el gobierno institucionalizó: las torturas, las encarcelaciones, las desapariciones.

Cuando hicimos el Manifiesto sobre Periodismo y Derechos Humanos, uno de los primeros firmantes me dijo "Es curioso, porque hablar de Derechos Humanos aquí, en España, es muy impalpable, amplio, volátil. Pero en mi país, hablar de derechos humanos es algo claro, contundente". Hablar de derechos humanos en muchos países, supone hablar de cada uno de esos derechos. Pero cuando los términos se nos presentan como manidos, primero, nos da vergüenza, pronunciarlos, y después, terminamos creyéndonos que están vacíos de contenido. Pero no.

Ni política, ni derechos humanos, ni resistencia, ni lucha, ni compromiso, ni solidaridad son palabras que hayan perdido su significado ni su vigencia. Siguen estando presentes en las vidas de muchas personas que se juegan mucho más que nosotros por defenderlas. Y mantenerlas vivas, supone no dejar solos a millones de personas.

Y todo esto es de lo que en realidad trata el libro 68. Un relato vivo, locuaz y emocionante que tiene hoy tanta vigencia como entonces y que, al menos a mi, me recuerda que las personas a las que más admiro son las que no se dejaron tentar por tan triste fantasma.

A esas personas, muchas veces, se les reconoce por la mirada. Pueden tener el rostro cubierto de arrugas, pero más bien parece una máscara que no se corresponde con su voz ni con su mirada, brillante, acuosa y que no esconde que muchas veces ha llorado. Pero es precisamente el trazo de esas arrugas las que dibujan que muchas más veces han reído. A carcajadas.

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