7 de junio de 2008

A veces, el arte hace pasar cosas como éstas y asoma algo parecido a la fé.

¿Pero fé en qué?


Hace dos días, como actividad de fin de curso, mi profesora de pintura Duli García, nos acompañó a una exposición de Feito. Un pintor abstracto-expresionista cuya obra hasta entonces me habría dicho bastante poco. Sin embargo, de la mano de Duli sufrí una reconciliación con la forma de interpretar nuestro mundo por parte de muchos pintores actuales. Descubrí lo que había detrás: investigación, experimentación, una interpretación de la esencia de las cosas y, sobretodo, como esos aparentes brochazos atravesados por una perenne e infranqueable línea negra, suponían una ruptura de lo establecido por una especie de big-bang que no somos más que todos los seres vivos, como esa pintura era capaz de atravesarme con su fuerza sobrehumana -y la vez tan humana-, como esa combinación de tres colores -en esta etapa del pintor son negro, magenta y morado con fondo blanco- podía condensar la vida misma y llevarnos a otra percepción de nuestro entorno a través de las sensaciones y emociones. Descubrí las texturas como ese gran descubrimiento que me regaló la técnica de la acuarela: los cielos, VER por fin los cielos como si de repente se me hubiese caido un velo de los ojos, una bruma que lo aplanaba, lo matizaba todo.





Pues bien, hoy me he encontrado con la presentación de una obra que, aunque aún no he escuchado, ya me ha enamorado por lo que supone: la conjunción del alma y la desgarradora voz de El Lebrijano y la palabra escrita de Gabriel García Márquez.









Entrevista en El País

Que el arte, en la mayoría de los casos, saca lo mejor de nosotros mismo no es ningún secreto. Yo, cuando mejor me siento, más plena, más exhultante, más sensible, es cuando escucho una gran canción o estoy leyendo un gran párrafo. Y eso que soy una absolutada iletrada en ambos campos. Ni con el trabajo más apasionante ni con el beso más inolvidable. Porque el arte lo invade todo y te despierta, te abre los poros, los dedos se despliegan, el cuerpo se tensa y la cara habla por sí sola. Por eso no entiendo porque sigue sin fomentarse realmente desde las instancias públicas. Recuerdo un debate al que asistí en Francia en el que, en un pequeño bar, se dieron cita una veintena de artista. El tema era si el Estado debía promover, es decir, subvencionar el arte. Del lado de los contrarios, se argumentaba que esto, evidentemente, podía prostituir el arte, promover el menos crítico, vanguardista, experimental o comercial. Del otro lado, la respuesta era clara: si el Estado no promueve el arte y la cultura, el mercado menos. En mi caso, me declino porque, asumiendo todos los riesgos que supone la promoción estatal del arte, prefiero esta opción que delegar toda la responsabilidad en el compromiso y sacrificio personal de los artistas. El arte siempre se abre paso, el más incomprendido, también porque finalmente responde a una necesidad, a un pulso vital del actor. Por tanto, en las sociedades ricas en las que las necesidades básicas no son tan apabullantes, es más difícil que el arte termine circunscrito a lo políticamente correcto. Y, mientras, al menos se fomentará su presencia, aunque no sea tan variada y justa como deseásemos.

Bueno, el caso es que sólo quería compartir mi alegría porque se hagan cosas como el nuevo disco de El Lebrijano.

¿Cuánta vida no trajo el disco Omega, de Enrique Morente y Lagartija Nick a mi fría casa en Lyon?





Pequeño Vals vienés, Omega

Enrique Morente y Lagartija Nick







La Aurora de Nueva York, Omega

Enrique Morente y Lagartija Nick

1 comentario:

Anónimo dijo...

Eso, y las botellas de vino!! jeje... Además de nosotras que parecíamos las únicas con vida entre esa gente tan muerta...